Acabo de entender a Silvio. Intentaba hace tan sólo un instante buscar un comienzo para este texto. Un frase que pudiere dar título a lo que no sé si conseguiré describir en estas líneas. Me viene a la cabeza Kafka, y su padre. Un padre al que hace tiempo tenía también ganas de escribir, como hizo Kafka en su día, pero con un contenido muy diferente.
“Un disparo de nieve”. Así versaba. Una agresión fría que borra toda huella cuando ya ha dañado. Que tan sólo deja frío donde antes hubo solidez inerte. Esa sensación que delata a mi garganta, con un nudo que se aprieta y arruga como buscando colapsar en un mismo punto que ansía su propia muerte.
Y así se encuentra uno a sí mismo. Mientras su mente se esfuerza en llenarse de futuro. Y tras una puerta negra, se topa con su presente. Un violento presente. Un momento de duda. Un disparo de nieve.
No se fíen. La carcasa no resiste. Un vacío la llena sigilosa y reptante. Y se resquebraja a cada instante. Grietas.
Tengo miedo. Miedo blanco y latente. Impotente. Llenando mis huecos con sangre caliente, para esparcirla y dejar que impregne, despacio, paciente. Miedo de no terminar y de terminar igualmente.
Y aquí estoy. Perenne. Colgando de una rama vacía. Esperando el golpe maestro de un viento de nieve en un permanente instante.
“¿Qué crees que podríamos darte?”. Envidia. Eso. Una envidia malsana y distante. Un odio a mi ser aberrante. Que ya, nada.
Ansiedad maldita. Que lo arrastras todo y somatizas. Que resistes cuanto te ataca. Que sonríes ante la parca. Que llenas todo con tu nada. Rabia.
Y así te vas. Satisfecha. Ya has destrozado el restante. Ahora sólo me queda mirar despacio, respirando a través del aire y volver a esperarte.
Para tu nuevo disparo de nieve.
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