Llevo recopilando frases un tiempo. Unas las he buscado con ansia y hambre, otras han caído sin pedirlas del mismo cielo, si es que alguna vez hubo alguno en un abismo desterrado de sí mismo. Otras, inconexas, parecen querer decir lo mismo. El problema es que nunca traspasan un cansancio ya lento y hastiado de su propia languidez.
El otro día me atravesó una gélida pregunta, cuando me daba cuenta de las ganas estrábicas que tenía y tengo de escribir. ¿Por qué tanta metáfora? ¿Por qué tanto dolor disfrazado de hipérboles y figuras literarias? ¿Acaso no soy un gran impostor que escribe escondido bajo las faldas de mis propios rencores? Siempre conseguí verme como una persona medianamente cuerda, con sus más y sus menos. El espejo me traducía a una persona sensible, quizás demasiado. Y no andaba mal encaminado, para nada. El problema es que el espejo nunca está para enseñarme lo que existe cuando estoy rodeado de otros seres. No está ahí, ni graba para luego verlo. Tengo que valerme de mi propia memoria, maldita seas, para analizarme de mi piel hacia dentro. Y ahí es donde recae mi maldición. Que me condena a verme siempre reflejado en un fracaso continuado. En algo que no merece, ni la pena ni la suerte.Decía M. que ser tu mismo te da un súper poder muy especial. Que me brillarían los ojos. […] A lo que añadió, sin saberlo, Z. que era un sueño, un soñador que no había perdido ‘ese’ brillo en la mirada. Créanme, lo llevo buscando desde hace un tiempo. Y el único brillo que me devuelve el espejo es el de una condescendencia asquerosa, una mirada vidriada, un brillo apagado y sin reflejo. Y es que, como dijo J. ‘nadie me debe nada’. Ni siquiera mi mirada, ni mis sueños, ni mis fracasos me deben absolutamente nada. Si acaso, soy yo quien debe una disculpa. Una firme convicción de que me equivoqué, que también hice daño, y que no hay peor enemigo, que el mentiroso en el que me encuentro embutido para tanta gente a la que ahora añoro. Quizá mi sueño fue perseguirlo, anhelando un desenlace tan característico de mí, lleno de dramaturgia y fuego, de pasión irrefrenable que podría luchar, pero no pude, ni puedo.
Y aquí me encuentro, como un cascarón vacío del que se esperaba mucho, y del que salió nada. Porque ya me he encargado yo solito, sin que nadie me deba nada, de destruir cada rincón de paz, volcando demasiado peso en un mismo sitio que termina por ceder, romperse y correr alejándose de mí. No te culpo, te comprendo. Nadie quiere demasiado peso en su mochila, nadie merece cargar con semejante trasto y mucho menos el resto de su vida. Nadie tiene que hacerse cargo, pues poco a poco ese campo se labró él solo hasta que tú decidiste dejar de regarlo. No son tus tierras, no son tus manos las que deben hacerse cargo de tan magnánima deuda.
Ayer soñé con mi padre. Piedra angular. Y también soñé contigo. Dependía la vida de mi padre de la tuya. Pero tú ya no estabas, y me debatía en reclamarte o dejarlo morir. Opté por despertarme, suicidio clásico del sueño.
Ya no espero. Mi tiempo se ha terminado. Las oportunidades, como dice J. sólo hacen visitas cortas, pero ciertos recuerdos no se irán nunca. Quizás sea mejor adentrarme en el espejo, y dejar salir a ese reflejo que al menos, tiene un plan de vida. Que al menos, valora lo que respira.
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